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martes, 11 de mayo de 2010

El Ángel de Cenizas - Partes 4 & 5

El interés y la emoción eran más que suficientes para que Bárbara y María no se rieran de la cara de jitomate que tenía su mejor amiga.

-¡Qué lindo!

-¿Verdad que sí? -recalcó Bárbara.

Una sonrisa pícara y triunfante dividía el rostro de Freya con franjas albinas. La semilla de la victoria le dio el empuje para sobrevivir cinco minutos de inmisericorde interrogatorio sobre cada pequeño detalle del evento: hora, lugar, atuendo de los participantes, testigos –si es que los había- y casi dirección del viento y presión atmosférica. Cada respuesta se vocalizaba con un candor despierto, ansioso y vivaracho; era una de las contadas ocasiones en que Freya compartía tanto de sí, aunque su usual ser aparecía de vez en cuando en las sombras que nacían de la luz que su rostro irradiaba.

La venida de la próxima clase se anunció con el timbre. La narradora se dio por enterada y se disculpó a prisa para ir al baño, prometiendo más relatos de romance a su audiencia fiel y expectante. María y Bárbara compartieron ademanes de orgullo ajeno y curiosidad imprudente tal cuales juguetonas sirenas. La segunda iba a decir palabras envidiosas, pero se quedó con la palabra en la boca, viéndose interrumpida por algo bastante extraño en el pupitre de Freya. Usó un dedo para arrastrar la atención de María a un curioso enigma similar al aserrín.

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-¿Dónde se supone que estás hoy?

-En casa de alguien haciendo un proyecto de la escuela.

-Ajá. ¿Y cuánto tiempo tienes esta vez?

-Suficiente.

-No te creo.

Un joven de barba a medio crecer estaba recostado en su alcoba, regocijándose con la dama que con un aplomo apasionado y sensual escalaba su torso desnudo. Su cara presumía femeninas travesuras. La caída de sus dorados cabellos electrizaba su piel al contacto, poniendo cada y toda fibra en su cuerpo de punto con una conductividad de miedo. Ella llevaba no más que una camisa escolar y ropa interior, un hecho que no le incomodó cuando se ensilló en la cintura del suertudo caballero.

-¿Y por qué no me crees? –dijo Freya, hundiéndole los dedos en las costillas con mucho cuidado. Le sacó un leve quejido por el cosquilleo. –No sabía que daba finta de mentirosa.

-Deja tú eso. -le contestó mientras tomaba sus manos y las deslizaba un palmo abajo. –Nunca hay suficiente tiempo.

-Cierto. Pero por eso se tiene que aprovechar hasta donde se pueda. -dijo ella con filosofía práctica. Su dedo índice comenzó a tamborilear la unión de las clavículas de Marco, lo cual hizo que él bajase el mentón para observar con curiosidad. La sencillez de tan profundo pensar lo divertía al punto de excitarlo.

-¡Pero qué lista te has vuelto! -comentó. Su mano le frotó la mejilla. Esto le sacó a ella un breve y juguetón ronroneo.

-¿Verdad que sí?

Su pulgar empezó a darle a todo el lado de su rostro una especie de masaje casi letárgico. Se enfocó en sus pómulos hasta que ella movió la cara para besarle la palma. El abrazo de sus labios arrancó un susurro de los suyos.

-Freya…

La luz de distantes y hermosos cuerpos celestes emanó de su sonrisa de mujer. Freya sostuvo la cara de Marco con las manos y, exhalando su nombre, le plantó un beso de fresas y divino compromiso. Ambos se convertirían en uno esa noche por eslabones forjados en amor.

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