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miércoles, 5 de mayo de 2010

El Ángel de Cenizas - Parte 3

Freya conoció a Marco un día que regresaba de clases a pie. Estaba en la plaza principal de un parque, tocando en su guitarra roja notas perezosas similares a la tonalidad de Coltrane y Davis. Sus dedos recorrían las pisadas como un trotamundos en una tierra vasta, pero a la vez conocida. La barba sin afeitar lo hacía al menos tres años más viejo que Freya, pero algo en su melancólico y profundo aire acelero su corazón a la frontera de la taquicardia. Quizá era su sensibilidad artística en un mundo donde la razón humana gobierna suprema, o su indiferencia ante el mismo; era un enigma del que estaba hambrienta y sedienta.

Se paró junto a él antes de procesar el hecho, según contaba. Se presionaba la mano contra el pecho para intentar calmarse y sacar fuerzas de una iniciativa desconocida. Aquél misterio manifiesto en carne volteó a verla directamente a los ojos, siendo él quien dio el primer paso en formar un puente entre corazón y corazón. Ofreció su nombre y pidió el de ella, maravillándose con la belleza lírica del mismo e impresionando a su portadora al saber de sus orígenes wagnerianos. El espacio de atención que ella le daba pondría verdes de la envidia a sus maestros; no había palabra, entonación, expresión, gesto o mensaje corporal que pasase desapercibido. Su curiosidad e interés en aquella ocasión eran enternecedores, al igual que tantos temas se platicaron: música, sentimientos, arte y otros.

Freya aseguraba con toda honradez que no había silencios cuando de hablar con Marco se trataba.

Transcurrieron tres meses, dos semanas y docenas de atardeceres bohemios para que ella abriese su corazón en una carta que ya no sería anónima. Se pasó toda la noche hurgando en memorias para encontrar palabras que en vano describieran el fuego en su interior, un incendio con epicentro en su corazón. ¡Imaginen su desconcierto ante la indiferencia de su querido, quien se rehusaba a leer esa carta!

-No lo tomes a mal. -le dijo mientras veía sus ojos humedeciéndose. –No necesito abrir este sobre para saber qué quieres decirme. Puedo sentir las letras queriendo liberarse del papel.

Sus pulgares acariciaron el sobre.

-¡He estado enamorado de las mujeres tanto tiempo! Eso nos ha llevado a conocerlas mucho y muy bien.

Marcó le acarició la mejilla y le colocó un beso en la otra. Freya no sabía qué la llevó a lanzar sus brazos alrededor de su cuello, si su seguro y asertivo gesto o la máxima romántica de un Neruda de media noche.

Olía a la seguridad que profesaba. Su cuerpo se sentía como una calidez corpórea y ostentada para sus poderosas palabras. Freya hundió el rostro en el hombro de su Romeo en la manera que un gato se envuelve en el calor de su compañero.

-Gracias.

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