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viernes, 16 de abril de 2010

Requiém para la Belleza Carmesí

A todo lo trágico y todo lo bello.

Ayer me habló una guitarra.

Era de cuerpo rubí reluciente, cuello de garza y voz clara como la caída de una cascada; algo en sus harmonías me provocaba. Irónicamente, ella era tan tímida como una novia reservada. Sólo el cálido tacto de un muchacho con manos de obrero era capaz de arrancarle probadas a su delicada voz tan hermosamente afinada.

Tomó algo de tiempo ganarme su confianza en aquel parque acariciado por el mediodía. Justo cuando su voz estaba a punto de alcanzar su cénit, sus musicales palabras eran superadas por el sonrojo de una imposible timidez. Perseveré. Poco a poco me volví su confidente con un silencio cargado de comprensión y muda pleitesía que pudo comprender. Así pues, habiéndose relajado, dio inicio a su relato con un lento pero constante ritmo en su voz, como si ésta se encontrara aún tullida e insegura.

No se molestó en hacerme saber su nombre. Prefirió contarme la historia de su antiguo amor con una candidez que sacudió mi corazón.

Alguna vez, aquella beldad carmesí amó a un viejo español de facciones bohemias y tacto de seda, con un agarre tan firme como los cimientos de algo maravilloso. Sin embargo, a pesar de que las yemas de sus dedos eran tan rígidas como la corteza de árbol, arrancaba de ella caricias tan suaves como abrazos de nube.

Cada miércoles él la llevaba a pasear con un orgullo y gusto privados, rara vez consciente del mundo a su alrededor salvo por los caminos que a pie transitaban y la tierra suelta que se hundía bajo los zapatos destartalados del viejo. Después de cuarenta minutos de arduo caminar, llegaban a la plaza principal de la ciudad, ahora un parque, a platicar con infecciosa alegría juvenil. Hablaban de desamores, esperanzas, desilusiones, milagros y dolor; de belleza, traición, resignación, amor y epifanías. Docenas como yo, tanto en aquellos ayeres como hoy, se sentaban a escuchar estos debates con sus agitados bemoles, reveladores sostenidos y sabias séptimas.

Cuando la voz de la belleza roja fallaba, se volvía ronca o alcanzaba una afonía total, el viejo la cubría con una calidez paternal y la cuidaba hasta que recuperara su onírica palabra. Entonces el ciclo comenzaba nuevamente y la plaza una vez más daba cuenta de la encantadora conversación de ambos.

Esto continuó por años, hasta un día de febrero en que los fieles se decoraban la frente con los restos de palabras muertas. Era miércoles de ceniza.

Muerte y agonía han sido hermanas caprichosas desde tiempos innombrables, tocando a la vida sin discriminación; por ello la vida del anciano se fue en un aliento cualquiera. El alma y el aire se le escurrieron por los labios en un suspiro seco con aroma a vino barato. Sus piernas se vencieron, postrándolo sobre artríticas rodillas y luego boca abajo sobre la tierra que lo había visto crecer, vivir y ahora morir. No tomó más de un instante para que el cuerpo fuese cubierto por extrañas figuras negras, las sombras del público que expresaba morbo, pánico y angustia. Todos los presentes guardaron ahí un adelantado pero merecido luto a aquél gigante de facciones tristes.

En cambio, su pareja se estrelló de regreso al mundo con un aullido de dolor que nadie atendió. Descansaba ahí, de espaldas al mundo y con el corazón hacia el cielo, llena de palabras de duelo y desgracia que aquella maldita timidez no le permitiría gritar. Resignada, sólo pudo contar el tiempo que llevaba yaciendo junto al lecho de muerte de su amante, ofreciéndole dolorosos reojos hasta que su cuerpo desapareció de su vista. Jamás volvería a verlo.

Una eternidad y media después de aquel incidente, ella fue despertada por una mano cálida y delicada que le imprimió una ternura paternal. Fue así como conoció a su acompañante actual, el nieto de su amor fallecido. Con su ayuda, ella ahora se dedicaba a contar las historias de sus pasados días de felicidad y pasión, cantándose la vida en nostálgicas remembranzas hasta el día en que ella también volvería a la tierra para reunirse con su alma gemela. El muchacho no podía hacer más que llevarla de la mano mientras ella pagaba por la agonía que el viejo olvidó vivir.

Llegando a ese clímax en la historia, inició un horrible llanto. Me fue imposible descifrar si aquellas eran súplicas de misericordia o gritos de angustia fermentada al punto de la desesperación. Sin más que hacer, me puse de pie y lancé la moneda más grande que encontré en mis bolsillos sobre el lecho de la belleza roja. El fieltro del estuche ya estaba cubierto en el estaño de limosnas.

Conmovido, me sequé la vista y le ofrecí a ella la única otra cosa que pude darle en ese momento. Me mordí el labio y le transmití un pensamiento del que ahora me arrepiento y que jamás repetiré. Su respuesta fue un quejido explosivo que jamás voy a olvidar.

El joven guitarrista de mano recia la miró desconcertado.

-¿Las seis cuerdas? ¿Se reventaron las seis cuerdas?

Su primera impresión retrasó su respuesta a algo más siniestro. El cuello de la guitarra se había partido a lo largo por la mitad. Un testigo invisible –dios, ángel o demonio– la había matado finalmente, motivado por la misericordia.

No pude evitar el romper en llanto.

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