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martes, 5 de octubre de 2010

Favre

-I-

Un domingo cualquiera puedes ganar la lotería, conseguirte un ascenso, comprarte esa enorme tele LCD o, si te atrae la cursilería, encontrar el amor de tu vida. Un domingo cualquiera puedes perder tu dinero de la hipoteca en una apuesta, terminar atropellado por un borracho, embarazar a tu novia menor de edad o ser asesinado por un puñado de cambio y un pase de autobús.

Éste es un mundo que gira en torno al eje de la causalidad, ese motor que hace que las cosas buenas le pasen a los malos y las malas a los buenos. Seguro eso te ha recordado que la vida es injusta; te diré que estás equivocado. La vida sólo es, aunque dependa del hombre para ejercer sus misteriosas fuerzas.

Justo ahora me dejo llevar por esas mismas fuerzas y energías, transformándome en un vehículo que le dará propósito a las advertencias de Schopenhauer y de Murphy. Como una plaga bíblica, destruiré la vida de un charlatán, un déspota con máscara de santo, en parte porque se lo merece, en parte porque quiero ver qué se siente. Quiero verlo sufrir y gemir.

Voy a recordarle que él también es un hombre.

Se preguntarán qué es exactamente lo que me impulsa a emprender tan noble empresa. No tengo miedo en contestar, aunque al hacerlo seguro voy a perder el interés de muchos de ustedes.

La verdad es que hace unas horas, hoy diciembre veintidós del año 2003, el quarterback Brett Favre jugó uno de los mejores partidos de la NFL, venciendo 41 a 7 a los Raiders de Oakland un día después de haber fallecido su padre.

¿Pueden creerlo? Los invito a que observen esto más allá de un partido de fútbol americano: un hombre vence la agonía del luto, dando lo mejor de sí y todavía un poco más. No cabe duda que la muerte de un ser querido es un yugo, un dolor que sofoca y destruye como muchos otros; el saber que alguien voló lejos de los remordimientos y amargas despedidas, volviéndose algo superhumano e intocable, sin duda es inspirador. Por esta razón, también habré de romper esas cadenas.

Por ello henos aquí, fuera del hogar del enemigo y encobijados por la oscuridad de la noche, yo y mi leal escudero Carlos. Si bien mi acompañante tuvo poco que ver en la decisión que ahora tomo, su apoyo en esta misión no viene nada mal. Me exalta. Me llama valiente y temerario en su soez lenguaje. Pretendo ignorar el efecto de las palabras, pero en realidad me gusta. Una parte oscura y remota de mí pide más, usando falsas modestias para acarrear más cumplidos.

Al cabo de unos minutos me siento Sansón, Espartaco y Harry el Sucio al mismo tiempo. Mi cuerpo expresa venganza y justicia, delineado por la luz de luna. Sacudo mi mano derecha y recuerdo el ladrillo pesado y poroso que he cargado desde hace tres cuadras. Despedirme de él será el primer paso en esta noche de gloria.

Por alguna razón, comienzo a balancearlo en mi mano en vez de lanzarlo. Me distrae el peso que tiene, y su textura. Gritan destrucción.

-¡Aviéntalo! Cómo te la juegas. –Carlos me reprende, esperando con lujuria que haga mi labor.

Me río. Pretendo encontrar su impaciencia divertida, cuando en realidad estoy perdiendo control de mi brazo. Se rehúsa a obedecerme.

-¡Aviéntalo!

Suficiente. Aprieto los dientes, jalo mi brazo hacia atrás y hago mi brutal lanzamiento. El movimiento repentino hace que algo cruja en mi hombro. Seguro me torcí un nervio.

-¿Qué? ¡Que lo avientes!

Frunzo el ceño y me preparo para recordarle a Carlos cuál es su lugar en esto. Entonces me doy cuenta que el ladrillo sigue en mi mano. Alguien me está jugando una broma.

Ja ja. Mírenme reír.

-Déjame tirarlo a mí. –me sugiere Carlos con un toque de autoridad que no voy a permitirle.

-No.

Pretendiendo sonar decidido. Mi cabeza y mis pensamientos comienzan a nublarse. Carlitos no necesita saber eso.

–Hazte a un lado.

Carlos obedece, aunque no sin oposición. No me importa; tengo mejores cosas en qué concentrarme ahora. Arreglaré las cosas con él en otro momento.

Preparo otro lanzamiento a pesar de que mi brazo sigue molestándome. Lo ignoro. Esto acabará pronto.

Vuelvo a abanicar con violencia y mi hombro punza otra vez. Duele y alivia simultáneamente.

El ladrillo ha dejado finalmente mis manos, listo para depositarse a través de una de las ventanas de la casa, o al menos eso creía. El ruido que escucho es el llano zumbido del acero. Fallé, apenas golpeando el cerco. Don Brett se hubiera reído de mí.

Internamente agradezco estar rodeado de escasa compañía. Carlos, por otra parte, se exaspera. Ningunos de los sonidos que produce pertenecen a un ser humano. Son gruñidos, quejidos, jadeos.

En cuestión de segundos recoge las piezas del ladrillo partido por el primer impacto, se apoya en el cerco para ganar altura y hace lo que yo no pude sin mayor titubeo. Las piezas color marrón cortan el aire y se estrellan contra dos de las ventanas de la envidiable y acogedora casa. El sonido del cristal sucumbiendo suena a música, complaciendo mis oídos y superando mis expectativas.

Justo en ese momento, Carlos me hace saber que nunca estuve en control. Teníamos un plan de acción. Una estrategia. Pero él ignora toda la planeación y actúa bajo instinto, como toda una criatura de la noche.

Primero susurro su nombre y luego lo grito. No contesta. Sólo tiene ojos y oídos para la conmoción empezando dentro de la casa. Se puede oír desde afuera cómo la mujer de Héctor, la mujer de mi adversario, grita en pánico. Puedo escuchar al propio Héctor intentar calmarla mientras se prepara a revisar qué ocurre. Le pide también a su esposa que llame a la policía. Se nos acaba el tiempo.

Al cabo de unos segundos sale Héctor con bate de béisbol en mano. ¿Qué se cree? ¿Un rey protegiendo un castillo de adobe? Me río a lo bajo. Un hombre blandiendo un garrote, en tirantes y calzoncillos, no puede ser dueño ni de su propia cordura. Disfruto verlo así. Se ve tonto. Se ve patético.

Le grita primero a Carlos. Me ignora, y eso con toda franqueza me molesta. La envidia me hace cometer otro error: llamar a Héctor por su nombre. No enmascaro mi voz y no tarda en reconocerme.

Estúpido. Maldito estúpido.

-¿Adrián? –grita Héctor de vuelta. En su voz no hay más que el dolor de una amarga sorpresa. Baja el bat y me mira boquiflojo, como quien acaba de ver el sangriento cadáver de un ángel.

Si había algo de entretenido en esa apariencia de completo idiota, lo perdí. Carlos aprovecha el relapso de mi enemigo, saltando el cerco en un limpio y perfecto movimiento.

Héctor no tiene oportunidad contra él.

Mi anterior escudero le lanza algo de sus bolsillos –seguro su encendedor- para distraerlo y luego lo taclea con todo el peso de su escuálida figura. El movimiento tiene resultado, y el bate vuela de las manos de Héctor, rodando por el patio y causando un sonido cacofónico. Desarmado e indefenso, cae y se somete a la lluvia de puñetazos que Carlos le comienza a propinar.

Algo en mí reacciona el instante que la cabeza de Héctor comienza a estrellarse con el cemento de su porche. Me sacude las rodillas, y no es arrepentimiento. Me acelera el corazón y me despierta una erección como jamás he tenido. ¡Tengo que ver esto de cerca!

Salto el cerco con menor éxito que Carlos. Mi sudadera se clava en él, así que no pierdo tiempo y me la quito. La fresca noche le da la bienvenida a mi piel desnuda con una sensación eléctrica que excita todos mis poros.

Dando unos cuantos pasos adelante, puedo ver todo muy bien. Veo a Carlos sentado sobre la cintura de Héctor, golpeando sin ciencia ni gracia como un mandril enloquecido. Veo a Héctor gritando e intentando protegerse en vano, atravesando sus velludos y regordetes brazos. Veo a un hombre a completa merced del otro. Uno ataca sin piedad; el otro apenas y se defiende.

El rostro de Carlos está morado por toda la rabia dentro de él buscando salir; el rostro de Héctor poco a poco se está hinchando y magullando, volviéndose una vil caricatura de la que me doy la libertad de mofarme.

De repente, el bate que Héctor llevaba consigo termina de rodar y golpea la punta de mi pie. Lo recojo de inmediato, sabiendo lo que tengo que hacer. Con el viento en mi pecho y un arma en mis manos, soy la tragedia que envuelve a los justos y a los sobrios de corazón. Soy la pesadilla de los puros. Soy Satanás llevando una espada flameante. Soy Conan listo para partir en dos a mis enemigos en una centella de furia bárbara.

Ignorando todas las advertencias de Carlos, tomo el bate con tanta fuerza que mis nudillos adquieren el color de la leche y lo empujo a un lado. No cae del todo bien y no me importa. Sólo me interesa saber que bajo mis pies está por fin Héctor, listo para recibir todo el dolor que alguien pueda merecerse.

No escatimo en fuerza ni jugueteo con él. Estrello el bate en sus costillas con todo el poder de mis brazos y espalda desde la primera abanicada. El dolor de las constantes arremetidas le hace gritar mi nombre; a decir verdad no puedo distinguir si pide piedad o si me maldice con toda su asquerosa y amarga bilis. Sigue sin importarme. Sólo sé que los golpes en sus costados comienzan a sonar fangosos, por lo que empiezo a trabajar el otro lado. Héctor deja de gritar pero sigue consciente, seguro pensando que le conviene hacerse el desmayado.

Pobre pedacito de carne muerta.

Lo único que me distrae es el grito de una mujer desde el interior de la casa, más allá de la sala decorada con opacos sillones guindas y una mesa de cristal. Me olvido de la voz, pero Héctor reacciona con un dolor más allá de la paliza que le estoy dando. Irritado, le exijo su atención con un golpe en la cadera, provocando un crujido dentro de su cuerpo. Aún así me ignora. ¿Por qué? Levanto un poco la vista y me doy una ligera idea.

Carlos ya no estaba tirado en el porche, con su flexible cuerpo doblado como un acordeón; estaba adentro. No me es difícil caer en cuenta de qué está ocurriendo.

-¡Giovanna! –grita Héctor, intentando arrastrarse con la punta de sus dedos. Le sostengo la cabeza con el pie y lo preparo. Me toma tres buenos golpes romperle la mano. Una uña vuela y casi me saca el ojo.
A estas alturas me olvido de Brett Favre, el dichoso plan y la llegada de la policía. Héctor no va a ir a ningún lado, así que me llevo el bat ahora doblado sobre mi hombro y arrastro mis pies para entrar a la casa.

Estoy cansado. Continúo, aunque parezca que respiro fuego. A mitad del camino, los gritos terminan y hacen que me detenga.

Mi cómplice gime asustado por primera vez en toda la noche. Por un momento recupero la cordura y me doy cuenta de las malas noticias que eso promete.

Una sombra amorfa sale de la habitación de Héctor y su esposa. Se retortija. Antes de poder distinguirla en la oscuridad, se abalanza sobre mí. No tengo oportunidad de defenderme en mi presente estado. El mundo se disuelve y yo con él.


-II-

No tengo idea de cuánto tiempo estuve inconsciente, pero fue lo suficiente para hacerme perder la perspectiva del paso del tiempo. Cuando volví a abrir los ojos, los segundos, minutos y horas corrían simultáneos y en velocidades indiscernibles.

Poco a poco logro poner mis pies bajo mi cuerpo. Volteo un poco y veo que luces rojas y azules se filtran desde la calle a la sala. Antes de entender por completo que se trataba de la policía, dos pares de brazos me levantan con hosquedad por las axilas. Incapaz de zafarme o resistir, me dejo arrastrar como un peso muerto. No sé a dónde me llevan los oficiales, pero en este momento sus voces no son más que sonidos sin significado.

Llegando a la sala, acercan una de las sillas del comedor para que tome asiento. No tengo fuerzas para enderezar la espalda y mirar al frente, así que los policías me ayudan un poco con un macanazo en la espalda baja.

Lo primero que veo es el cuerpo de una mujer, cubierto enteramente por una sábana, siendo evacuado en camilla.

Carlos. Como siempre te excedes, aunque al menos resultaste ser excelente compañía esta vez.

Seguro van a encontrarte mañana, pequeña rata culona.

Los policías me llaman la atención, amenazándome con otro golpe. Me hacen ver de nuevo al frente.

Ahí, deforme al punto de ser Cuasimodo, Héctor está acostado en otra camilla. Los oficiales me señalan con la misma macana con la que me golpearon. Los ojos de mi archirrival tiemblan acongojados. ¿Seré el único que se ha dado cuenta que uno se le desorbitó?

-¿Es éste su hermano, joven? –pregunta uno de los policías, sosteniendo el radio montado al chaleco de su uniforme.

Héctor empieza a llorar con la amargura de un chiquillo desilusionado. Me gusta. Sobre todo la manera en que contesta que sí, como un perrito apaleado. Es curioso como justo después de que lo hace, grita mi nombre, seguido de insultos y majaderías absurdas.

No quieras hacerte el rudo, Héctor. Todo el mundo te está viendo como el cerdo cobarde y engreído que eres.

El mundo sabe. Sigue cargando tu joyería, tu Blackberry y tu Ipod. Presúmelos, si crees que hace falta. De hoy en adelante, seguirás siendo una rata arrastrando la capa de un rey, sin importar lo que suceda.

-Te lo merecías. –le digo entre dientes.

Los policías se hartan de mí y hacen lo suyo, esposándome y escoltándome hacia una de las patrullas esperando en la calle. Entretanto, mi hermano pone una cara de contrariedad, de falsa confusión. Mis palabras seguro le suenan a disparates.

No te preocupes, Héctor. Entenderás a su tiempo. Comprenderás que un domingo cualquiera, la vida se hartará de ti y te recordará lo pútrido e insignificante que todos somos. Así aprenderás a jamás volver a insultar a otro hombre, a jamás volver a arruinar otra vida.

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