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martes, 5 de octubre de 2010

Los Días Sin Enemigos

Veinte años atrás, cuando mi abuelo seguía con vida y yo era un niño, me sentaba en su rodilla y me hablaba de las guerras peleadas en el ayer, de las armas, de los ejércitos, pero sobre todo de los enemigos: nazis, soviéticos, talibanes, terroristas, insurgentes. Vivía en una era en la que se podía justificar hacer de un blanco a los hombres.

Hoy todo es diferente. Nadie quiere luchar, pero todos queremos sobrevivir.

Ésta es una nueva era, una en muchos sentidos más pura. Ya no existen acusaciones, diplomacia, política ni hipocresías. Ahora las batallas se realizan con franqueza inhumana.

Antes, los líderes mundiales movilizaban sus tropas con el fin de “libertar a países oprimidos” o eliminar amenazas a su soberanía. Hoy todo es más simple, radicando en el agua, petróleo, silicio, oro. Hoy el único interés nacional es el vivir otro día.

Es por ello que éstas son guerras sin enemigos, donde el ganador expropiará los recursos necesarios para sobrevivir unos años más, mientras que al perdedor le esperará la extinción. Entonces, ¿cómo puedes sentir odio hacia quien sólo quiere defenderse y sobrevivir?

Tuve la suerte de nacer en un país poderoso, más no invencible. Ahora, sirviendo como soldado, he participado en campañas que han borrado del mapa a incontables países del oriente medio y Sudamérica; pronto nos tocará invadir naciones igual de poderosas que la nuestra. Los expertos pronostican una victoria con “pérdidas razonables” de unas millones de vidas, pero todos saben que lo que nos espera es destrucción mutua.

Entretanto, mientras escribo estas palabras, una pequeña ciudad se prepara para exhalar su último aliento, justo al horizonte de nuestras trincheras.

Hace unas horas presenciamos a través del satélite cómo armaban a los niños y a los ancianos. No están dispuestos a caer, ni nosotros a retirarnos.

Aún así, no puedo convencerme de que hacemos lo correcto como muchos otros en mi compañía lo creen, pero si no respeto mi contrato exterminando a esta pobre gente, millones sufrirán en casa; después de todo, es bien sabido que la reserva de agua en este lugar podría extender nuestra expectativa de vida por diez años si se recupera intacta, quince si el ministerio de salud pública sabe administrarla.

¡Cómo quisiera vivir en los tiempos de mi viejo! Al menos entonces podría despedirme del remordimiento y servir a mi país con orgullo; hoy, en cambio, somos nada diferentes a hormigas obreras.

Pensarías que el mundo pelearía esta crisis unido, pero la gente es débil y egoísta. La elección entre los intereses ajenos y los propios es racional y a la vez terrible.

Termino esta carta prometiéndote que estaré bien, pidiéndote que no leas nada de esto a los niños. Entenderán todo cuando tengan edad suficiente; entonces podrán leer mis palabras, eso si seguimos vivos para entonces.

Cuando regrese a casa, espero me des la bienvenida con la misma sonrisa que me hizo tu esposo. Espero que me entiendas y, sobre todo, que me perdones.

Los ama,
Papá.

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